16.5.06

LAS LEYES DE LA SANGRE


En 1930, en plena Depresión, el joven Lew termina el secundario. Sus compañeros de entonces lo van a escuchar afirmar que no va a seguir en la universidad, que sus magros recursos económicos no se lo permiten, pero que va a llegar a ser un detective famoso y salir en los diarios. En esa etapa plena del coqueteo y la seducción, de entrenamiento para la vida amorosa adulta, conoce el sinsabor, no ya de no poder flirtear en sí, sino de tan siquiera poder acercarse a las jovencitas que sí van a ingresar a la universidad y que son hijas de petroleros, banqueros y grandes propietarios. Un fóbico temor al rechazo por parte del mundo de los mayores le aflora bajo la apariencia del terror que siente a ser aplazado cada vez que debe dar un examen o prueba escrita.

Durante 1931 consigue su primer trabajo pago. Consiste en patrocinar salas de cine en su ciudad natal. Es la belle epoque del séptimo arte, sonorizado hace poco, cuyo emporio de ilusiones y sombras -¡Hollywood!- está a escasos kilómetros de Long Beach. ¡Si hasta uno, queriendo, puede estirar el cuello y ver el humo de sus fábricas! La Paramount, La Universal, la Metro y la Warner trabajan sin capacidad ociosa, full time. 1931 es el año de filmes como Frankestein, con el debut de Boris Karloff, o de Luces de la ciudad, con un maduro y siempre sombroso Charles Chaplin . Douglas Fairbanks está dando sus últimos estertores de galán. Buster Keaton trata de poner su cuota de desacostumbrado genio con Parlor, bedromm and bath (sala, dormitorio y baño). Se va a estrenar el primer largo metraje del Gordo y El Flaco: Pardon us, dirigido por James Parrot.

En el verano de ese mismo año, el joven Lew se va a la sierra, a trabajar en un ranch. La aguja de su sismógrafo vuelve a registrar bandazos. A finales de agosto, con el marco paradisíaco de los bosques cuando termina el estío, tiene su primer gran metejón, su asomo al mundo de lo infinito, y más que seguramente también, su ingreso físico a la vida sexual adulta.

El inevitable y siempre anticipado fin que siempre sobreviene en estos trances, luego que se ha palpado y saboreado el gusto rosado de la eternidad, en el adolescente Lew, con su reciente y doloroso pasado sobre sus espaldas, desató o una crisis mucho más virulenta o directamente fue la continuación de la que no había terminado porque a 1932 lo va a vivir como un pandillero hecho y derecho, robando autos para pasear y andar de una ciudad a otra, trenzándose constantemente en camorras callejeras con patotas rivales de Los Angeles o paseándose por los bulevares de su Long Beach al volante de un Ford A de origen tan misterioso como dudoso.

Sus peripecias tampoco aportan mayor novedad. Un policía de civil lo pesca justo cuando levantaba una batería de un depósito y de las solapas lo estampa contra la pared. No lo mete preso; no es necesario: el polizonte curtido se está mirando en su propio espejo lejano y cree que siempre debe haber una oportunidad más. Se limita a anunciarle el final que le espera a los que empiezan así; la imagen paterna es la que lo acogota y Lew va a confesar, años después,, que llegó a profesar un odio acérrimo por el autor del rudo acto humanitario, pero que, por lo menos, no volvió a delinquir.

Cuando cumple 20 años, en 1934, la tormenta parece haber amainado. Por lo menos ya ha decidido su vocación. Al año siguiente muere Iva, su madre, y Lew se incorpora como cadete al cuerpo de la policía municipal de Long Beach. Aparte de la herencia vocacional, resulta claro que allí se siente protegido, de alguna manera reencontrado consigo mismo. No por casualidad, a pesar de haber quedado completamente huérfano, solo como dedo, en 1962, ya en plena madurez, va a sacar esta conclusión: “El hombre deja de ser huérfano a los veintiún años” ¿Pirotecnia verbal a síntoma de crecimiento?