16.5.06

CLIENTE DE SI MISMO

Raymond Chandler nunca lo tragó a Ross Macdonald.
Lo tiró a matar desde el principio.
Y Archer y Marlowe son las antípodas en todo.

El león veterano rumia su propio fin. El ocaso propio, definitivo, en quien se ha criado esas playas contemplando crepúsculos como explosiones diarias y con horario fijo, bellas, incandescentes, “una conflagración que parece alimentarse del agua”. Es indudable que hay un por qué, uno solo, que no ha podido o no ha querido contestarse. Hasta empieza a preguntarse si su verdadero objetivo está o no en este mundo y si no ha llegado la hora de encontrarlo quedándose quieto, dejar por fin ese constante vagar de sui generis gitano del siglo XX, es decir, un deambular en círculo a través del culebreante laberinto de las ciudades, ese laberinto enigmático y cruel que él mismo imaginó como creado por un chico ingenioso.

Cercana ya la hora del retorno definitivo al principio, el duro Lew Archer cuestiona sin piedad toda su trayectoria, amenaza con invalidarla, su propio sentido de la compasión lo lleva a cranear, sin nombrarla explícitamente, la idea de la autoeliminación. Quizá menosprecie el hecho de que ha sido el único en reflexionar sin cortapisas sobre los fundamentos y razón de ser de su profesión, el único que ha sabido levantar una verdadera mitología de la violencia social contemporánea, pero no está satisfecho. Se le ha hecho inconsciente vicio llegar siempre al fondo de cada crimen, hundirse en raíces que tienen –como las de Edipo, Hamlet, Pandora, Penélope, Ulises o Diana- tanta o más antigüedad que la condición humana; pero la vejez ha empezado a tocar timbre en su ascética madriguera de eterno soltero en segundas nupcias sin que haya atisbos de que pueda responder todavía a un caso, a su caso: “Estoy cansado de preguntar", ha anunciado ya en 1973. "Pero me resulta preferible hacer yo las preguntas antes de verme obligado a contestarlas”.


Tal vez la respuesta, simple y aterradora, siga flotando como titilante alma en pena, desde 1929, en que el oscuro callejón de San Francisco, y que en el fondo, haciendo una última relectura del párrafo de Chandler, éste tenga desgraciadamente razón y todo no sea más que un mero, único problema formal...