16.5.06

CONTAMINACION A LA HORA QUE EL SOL DECLINA


Los cielos de su niñez y juventud habían sido más claros, celeste puro.
¿Atisbos del ocaso? 1967. Se trenza en una pelea mano a mano con un fornido adolescente de 18 años y termina en el suelo involuntariamente con ojos turbios mirando el cielo apenas celeste de Los Angeles. La plenitud ha empezado a quedar atrás. La escena es desgarrante. No sólo la ignominia de la trompeadura, los hematomas en ese orgullo ultrasensible, sino los pobres y autoconsoladores argumentos con que se quiere justificar. Pero con una soberbia sorpresivamente feminoide, no se resigna: tiene 53 años y públicamente acusa tener sólo “más de cuarenta”. ¡El duro Archer!

Al año siguiente, sólo en el living de su departamento, la realidad se le abalanza con una cáustica e insoslayable revelación. Repatingado en el sofá, de pronto ha percibido, en fugaz y esplendoroso insight, qué significará ser viejo: su eminente sentido práctico le muestra que el cuerpo le ha empezado a pedir mucho más que lo que da. El poderoso elefante, de insensible piel curtida, se estremece: ya hay que ir pensando en el último camino, el que seguramente estará bordeado por fríos bosques de torres perforadoras y habrá que cruzar mares muertos, pantanosos por la capa hedionda de esa negra melaza que es el petróleo que mana incontrolable en apocalíptica hemorragia.

De todos modos, en 1971, a los 57 años, se ve enredado en el caso más complejo y profundo de su carrera. Ya ha dejado de fumar y estamos frente a un hombre que comienza a mostrar los fundamentos de sus preocupaciones ecológicas, el fin de lo que él ha venido intuyendo como un destino incumplido. Por más que pueda ser activado y ejecutado por manos individuales, el crimen, en realidad, es el largo bazo verdugo de una sociedad de “altas velocidades y baja moral”, como suele ironizar él mismo, y es tal la interrelación, lo imbricado de las circunstancias, tan inestable el precario equilibrio actual, que cualquier acto violento, por mínimo que sea, amenaza con desatar la catástrofe total. Esta vuelta de tuerca a su concepción, que por lo menos quiere agarrar cierto vuelo místico, también lo hace renguear por el lado de que sus sermones se empiezan a poner algo pesados, pedagógicos, bastante apostólicos. Su megalomanía se descontrola y roza los peligrosos límites de ofrecerse como paradigma. A tal punto que un poco muerte y petróleo, en 1973, reemplazan como obsesión consciente a la dupla sexo-muerte de las pesadillas constantes de su juventud. Y hasta se confiesa ser un maniático del orden natural. ¡Nada menos que el voluntarista Archer!

Pero como buen fatalista, contradictoriamente no dejará de mirar a ambos lados antes de cruzar la calle ni de meter la nariz donde corresponde y le pagan, como así también donde no le incumbe y por amor al arte. El por qué de todo sigue siendo su infantil constancia, su inquebrantable terquedad, su insaciable apetito de saber y poder.

En 1976 los vericuetos de un caso lo llevan a ligarse con Betty Jo Siddon, una joven e inquieta periodista a quien casi dobla en edad. El más que maduro Lewis Alfred Archer, que arrastra sus 62 años ya perdiendo apostura y elegancia, mendazmente asegura “andar por los cincuenta”. Ha empezado a pelear solo y se le caen las sotas por el camino...

El volcánico metejón, inútil resurrección de su estancia en la sierra, con el marco idílico de los bosques que ya precipitan todo el verdor hacia el otoño, es una muestra de su acceso a la ancianidad. Llega a un punto tal de no poder pensar si no en ella; y cuando no la encuentra donde la ha ido a buscar con cualquier pretexto, le deja mensaje con palabras tan dulces, tan elementales y simples, tan a la vez olvidadas y en desuso, que hasta él mismo se desconoce.

Lo gana el paternalismo. Insistente. Hincha. Con decir que hasta la misma Betty Jo, atufada ante tanta suficiencia, le pregunta irónicamente si él y Dios nunca se equivocan.

-Sí, Dios se equivocó .responde el irremidible mesianismo de Archer-. Le puso los testículos a Eva.

¡Eva con suspensores y las piletas de cocina decoradas por escenógrafos expresionistas rusos! Como los boxeadores experimentados y en declinación, a lo que sabe que si va al centro del ring y entra en el infighting, va a recibir igual que si estuviera de cumpleaños, traba, se sienta en las cuerdas, mete los pulgares en los ojos, refriega el guante en las zonas irritadas, pisa: disimula, no pelea. El espectáculo del acto, su remedo, no el acto mismo.

Y no es que esté rumiando tanto el fracaso de su parábola como profesión; más bien ha sido el proyecto mismo de su vida en el que ha empezado a ser totalmente puesto en cuestión: haber llevado a cabo “una función pública con medios privados”, si nos atenemos a su propia definición:

-Estoy cansado –se resigna-. No debería tratar de influir en la vida de los demás. No da resultados.

El terco voluntarismo ha dejado pasado al inevitable destino del orden natural.