17.5.06

LA VIOLENCIA NUESTRA DE CADA DIA

Odio la idea de que me maten sin una razón valedera. Hay hombres que necesitan un arma para completarse. La violencia suele repetirse como un tic nervioso. El asesinato nunca es lindo y a manudo el crimen se disemina como una epidemia. Hay muchos que actúan como si realmente desearan matar y ser matados. Yo conozco esa mirada de despedida, la mirada del adiós; con el revólver en la mano en la mano, preparado para la violencia, la cara se les suaviza y relaja: es la cara de una nueva clase de hombre, calmo y sin miedo, porque no le concede valor especial alguno a la vida humana. Son aniñados y más bien inocentes: pueden hacer el mal sin saberlo. Se trata de esa clase de hombre que ha crecido y se ha encontrado a sí mismo dentro de la guerra; yo los he visto ahí y demasiadas veces a partir de entonces.

Pero la cuestión no es la gente que un asesino mate. Es la idea de la humanidad lo que está descuartizando, deshaciendo y tratando de desaparecer en llamas. Un asesino no soporta la idea de lo humano.

Frecuentemente el crimen es inimaginable. Los asesinos no pueden imaginarlo. De lo contrario, no lo cometerían. Y los asesinos vienen de todas formas y tamaños. Encima, la gente comienza joven el camino que lleva hacia allí. Inician igualmente jóvenes el que lleva a convertirlos en víctimas. Cuando estos dos caminos se cruzan, se produce un crimen violento. Las víctimas de un asesinato generalmente no merecen la muerte. Los más inofensivos son, a menudo, las víctimas. Y el móvil, muchas veces, es la autoprotección. La mayoría de los homicidas creen que se están protegiendo contra alguna suerte de amenaza. No todos los homicidios se cometen para ganar algo. Tratar de explicar lo inexplicable: ¿cómo se puede cometer un asesinato con las mejores intenciones del mundo?

Nunca se puede estar seguro de lo que hará un asesino. La mayoría representan una fantasía que ni ellos mismos pueden explicar: destruir un pasado nada lamentado que parece separarlos del mundo feliz, borrar el terror a la muerte infligiéndola o enterrar alguna vieja pena que brota y se multiplica, destruyendo por fin al propio destructor. Siempre trato de eludir o terminar en forma rápida determinado tipo de situaciones. A medida que este siglo pasa (yo lo siento pasar), encuentros insustanciales y enojosos tienden más y más a derivar hacia la violencia.

Generalmente a los individuos desequilibrados les cuesta saber que otros saben lo que saben ellos. La comprobación los enfurece y los torna inseguros. Una cólera evidente y un arma cargada es la combinación que siempre he temido y que sigo temiendo.

También yo, cuando muchacho, he robado autos, he compartido paseos ilegales y camorras con las pandillas perdidas en el infinito laberinto de cemento de Los Angeles. Hasta que un policía de civil con olor a wisky me descubrió robando una batería en la trastienda de un almacén. Me puso contra la pared y me dijo qué significaba eso y a dónde conducía. No me metió adentro. Lo odié durante años, y nunca volvía a robar.

Pero recuerdo cómo se siente un ladrón. Es como vivir en una habitación sin ventanas. Y al rato es como vivir en un lugar sin muros. Se siente un frío mortal en torno al corazón y es como si el corazón fuese a morir al cabo de un instante y ya no hubiese más esperanzas, sólo furia en la cabeza y temor en las entrañas. Imagino que algunos condenados deben mirar hacia abajo con piedad y terror sólo por sí mismos, dentro de círculos más bajos que los suyos propios. El prolongado paso de la prisión fuerza a los hombres a adoptar formas inusitadas, y hay algunos que quedan transformados en santos retorcidos.

Un cuadro clásico: asesino esquizofrénico, verdugo justiciero. La gente que no cree en el divorcio a veces cree en el asesinato. Algunos asesinos y psicópatas sexuales vuelven al lugar de los hechos para poner la cabeza en el cepo. Sus cuellos ansían la soga; se esfuerzan por ahorcarse solos. En cambio, es raro lo que sucede con los estafadores: a menudo provienen de familias respetables y acomodadas.

Muchos secuestros terminan en asesinato por conveniencia. Y cada vez es más joven la gente que secuestra por dinero. Pero los motivos para el secuestro también están cambiando con los tiempos. Cada vez sucede con mayor frecuencia que no son más que descarados juegos de poder, con el único objeto de dominar a otra persona.

El dinero no siempre es lo principal en algunos intentos de extorsión. El extorsionador quizá está convencido de ello, pero lo que en realidad busca es una especie de satisfacción emocional: tomarse alguna oscura venganza de la vida. Hay personas que tienen la voz fría y llena de sufrimiento: han sufrido tanto que son inmunes al sufrimiento de los demás.

Próxima a la ruta, una luminosa pantalla de autocine, en la que dos hombres se golpeaban al ritmo de una música impetuosa, se levantaba contra la oscuridad de la noche como un gigantesco sueño de violencia. Y la sirena de los patrulleros, un lamento a la distancia, es como una proclama de nuevas amenazas de violencia que, como siempre, llega tarde.