17.5.06

LA JUSTICIA, LA POLICIA Y SUS CIRCUNSTANCIAS

Identikit de un sospechoso, elaborado en base a dichos de testigos.

Hay una diferencia entre acusar y condenar. La gente de dinero nunca ha visto el interior de una cámara de gas. Y no sé si legalmente se los puede responsabilizar, pero moralmente sí: si todos los colaboran con el crimen organizado fueran declarados culpables, la mitad de los bobos de este país estaría en la cárcel.

Desgraciadamente eso no sucederá. Consideramos a Las Vegas, capital del crimen de los Estados Unidos, como si fuera una segunda Disneylandia, oliendo a rosas, un gran lugar para llevar a la familia o realizar convenciones.

Conozco tres tipos básicos de fiscales. Uno es el tipo ligeramente atolondrado, bonachón, que ha fracasado o casi en la actividad privada y acabó en las Cortes lustrando manzanas para los que lo pusieron allí. Otro es el joven abogado en ascenso que utiliza en cargo como trampolín para otro puesto más elevado o para una práctica profesional más ventajosa. El tercer tipo, no tan raro como antes, es el servidor público que preferirá vivir en una comunidad limpian antes que favorecer a un amigo o ver su fotografía en los diarios.

Yo vivo en la intersección de los dos mundos. Uno es el real, en el cual el peligro rara vez está lejos de la vida de la gente, y la realidad me amenaza con su filoso borde. El otro mundo es el ambiente en que se mueven los policías, un laberinto de tradición y una estructura de reglas, un mundo en el cual nada ocurre oficialmente hasta que no se le informa a través de los conductos apropiados. Por ejemplo, las radios de los autos policiales hablan intermitentemente como si los coches mismos hubieran desarrollado una voz y comenzaran a quejarse del estado del mundo.
Un idiota en un puesto policial, con revólveres e insignias para jugar, puede provocar grandes inconvenientes. Y más que hoy día la policía usa mucha pólvora. Creo que a ellos hay que darles prioridad oficial sólo cuando llegan antes. Están sometidos a particulares presiones políticas. Son el puño de hierro de la ciudad, la corporación personal de una fuerza aplastante; pero al mismo tiempo tienen que escuchar lo que la ciudad les dice acerca del modo de usar esa fuerza. Todos los sheriffs de todos los distritos tienen sus compromisos políticos y sus secretos personales, y mienten o retienen información. Igual que el color de sus ropas, son híbridos: mitad policías, mitad políticos.

La sirena policial es un sonido que odio: es el ulular del desastre en la aridez urbana. A pesar que yo, luego de las tormentas adolescentes, resulté de los diferentes y mejores. Un poco mejor, por lo menos: me uní a la policía en lugar de unirme a los mal vivientes.

Todo flamante egresado de la escuela de policía considera de la mayor importancia el detectar científicamente, y en verdad eso ocupa su lugar. Cuando comencé el trabajo de policía, yo creía que el mal era una cualidad con la que ciertas personas han nacido, como el labio leporino, y la tarea policial consistía en descubrir esas personas y sacarlas del medio.

Pero el mal no es algo tan simple. Todo el mundo lo, lleva dentro de sí. Que se trasunte en acciones depende de una cantidad de factores: entorno, oportunidad, presiones económicas, una pizca de mala suerte, un mal amigo. El problema reside en que un policía tiene que juzgar a la gente casi a dedo y actuar inmediatamente. Por ejemplo, le echa los garfios a un joven delincuente profesional y después tratan de envolverle todo lo demás en un pesado paquete de delitos sin resolver y así colgárselo del cuello. Ese es el procedimiento policial corriente, y no me gusta.

El buen policía es inflexible una vez que ha optado por una idea. Y hay algunos que son puritanos secos, absolutamente honestos, detallistas, policías antes que hombres. Para un veterano mal acostumbrado, por ejemplo, tener que disculparse ante un ciudadano es un castigo cruel y poco corriente.

En cierta ocasión me tocó conocer a un joven policía al que reventaba eso de pasarse la vida citando peatones que han cruzado mal la calle. Su ambición era trabajar como detective. Cuando nos despedimos y él se fue con paso ágil, mi emoción siguió al muchacho. Unos cuantos años atrás, cuando yo era cadete de la policía de Long Beach, me había sentido como él. Era nuevo en esta vida dura y rogué para que ella no terminara por herir demasiado profundamente un ánimo tan bien dispuesto.

Como si tuviera instinto de paloma mensajera con respecto a la autoridad, cada día más el dinero de las recompensas tiene la costumbre de deslizarse en los bolsillos de la policía. Pero ésa, mientras está en servicio, tiende a unirse protectoramente frente a una emergencia, cuando cualquiera de ellos ha cometido una falta. Tengo la sensación, a pesar que ellos me tratan habitualmente de una sola forma, es decir, con la sospecha que les provoca mi profesión, de que el que ha faltado debería ser investigado por hombres libres como yo. La mayoría de los policías tienen una conciencia pública y otra privada. Yo sólo tengo la privada; es poca cosa, pero es mía.