17.5.06

"CIERTO SENTIDO POETICO DE LA VIDA MODERNA"


El título de esta parte pertenece a G.K. Chesterton sobre su concepción acerca del género policial.
Hay una mirada curiosa e inocente en el hombre que jamás ha podido penetrar por completo en la sociedad humana. Suelen verse hombres así en las pequeñas aldeas, en el desierto, en el camino. Actualmente se reúnen en los lugares más recónditos de las ciudades.

A pesar de vivir en un barrio tranquilo, lejos de las principales carreteras, puedo oír su zumbido remoto pero íntimo, como si fuera el zumbido de mi propia sangre en las venas. A mi izquierda, el rápido centro de la tarde pasa ininterrumpidamente. Los conductores miran con aprensión, como si hubieran sido raptados por sus propios coches. La ciudad, allá abajo, parece un laberinto armado por algún chico lleno de inspiración: es a la vez , de fabricación casera e intrincado. Atrás yace el misterioso azul cambiante del océano.

La ciudad se yergue sobre el nivel del mar en sobre un declive suave, claramente dividido en capas sociales, como algo construido por un sociólogo para probar una teoría. En el poniente el sol se extiende sobre el mar como una conflagración tan intensa que parece alimentarse del agua. Ahora la oscuridad es casi tangible. Bajo esa capa gris, la ciudad se extiende precisa pero sin dimensiones, pasajera como las nubes. Los negocios y los teatros y los edificios de oficinas han perdido sus perspectivas diurnas y esperan que la noche les dé volumen y sentido. La doble corriente de tránsito de la avenida principal continúa el tema del cambio. La mitad de la gente se apresura a bajar al mar ya la otra mitad ha estado allí. Las laderas de las montañas sombrean las calles inclinadas hacia el noroeste y reducen sus neones y faroles a chispas de luciérnagas. La ciudad sigue extendiéndose en sus luces. La cuerda más gruesa y brillante de esa red es la carretera iluminada de amarillo. Desde mi lugar, una calle de clase media con sólidas casas de dos pisas que han sido tocadas –pero no destruidas- por esa decadencia que se arrastra desde el centro de las ciudades hacia las afueras, los camiones y automóviles veloces parecen juguetes impulsados sin motivo sobre el rostro de la noche. Los letreros de los negocios que permanecen abiertos son postdatas inscriptas en el sucio margen metropolitano. el resplandor que rojizo que hay sobre ella me hace acordar al reflejo de la señal de urgencia en el hospital, magnificado hasta el infinito. Más allá de la ciudad encendida, en las colinas, el destello giratorio de una baliza aérea parece estar explorando la noche en busca de algún significado. Los hangares de la base bien podrían ser madrigueras construidas por alguna raza de gigantes.

La música de la casa de al lado ha sido suplantada por una voz maníaca que afirma a los gritos que la soledad, el temor y la impopularidad son cosas del pasado, abolidas por la clorofila. La televisión no durará, ningún movimiento de vanguardia lo hace.

Un camión de pone en marcha en la calle, como para recordarme que el mundo sigue andando sin mí. Tiendo nuevamente la mirada sobre la ciudad que se extiende como un mapa luminoso hacia el horizonte. Resulta difícil captar su siempre cambiante significado. Sus espirales, puntos y rectángulos deben ser interpretados, como una puntura abstracta, en términos de todo lo que un hombre recuerda. Y ella se tiende entre la montaña y el mar como una sustancia dotada del poder de herir y ser herida. En una de sus calles oscuras los marineros están desparramados en actitudes inconexas. semejantes e indistintas almas del purgatorio aguardando órdenes. Una lunas más llena que las noches anteriores se levanta detrás de los árboles; brilla entre las ramas como un pecho de mujer entre barrotes de hierro. Hay una hora muerta en la noche, una inmóvil en que el ayer termina y el mañana reúne fuerzas para empezar. Las noches ciudadanas están llenas de las voces de las muchachas que dilapidan su juventud y se despiertan aterrorizadas a las tres o cuatro de la mañana.

Ha pasado la hora del cierre y la calle principal está desierta. Unos pocos borrachos retrasados transitan los las aceras, sin ganas de terminar la noche y enfrentar la mañana. Algunos van con mujeres para tener la seguridad de que aún pueden divertirse, de que habrá puertas, en las oscuras paredes, que se abrirán a romances pagos. Las mujeres son del tipo que raramente aparecen a plena luz, o que, cuando lo hacen, parecen muertas.

Empezó a espesarse la niebla .Su masa acuosa cubre la ciudad y la transforma en una especie de suburbio del mar. Salgo del departamento y me sumerjo en un mundo gris y sin perspectivas. Luego llego en forma inesperada a una rampa de acceso. desciendo a la carretera donde las luces de los faros delanteros de mi auto flotan en parejas, como peces de aguas profundas, y alcanzo la parada de camiones, situada al este, sin la menor sensación real de haber conducido a través de una ciudad. El tránsito que va hacia el norte no es pesado. Pero una ininterrumpida corriente de haces de focos delanteros avanza hacia mí, como si la ciudad dejase escapar la luz a través de un agujero abierto a su costado. Bajo la blanca bruma del valle, la ciudad se oculta a la vista. Es difícil imaginarla ahora, desde la fría altura del bosque, pero yo sé que está allí, con decenas de miles de personas achicharrándose en sus calles. Bajo del auto y cerca hay tirado un zapato de mujer. Miro hacia allá abajo y me pregunto cuál de esas decenas de miles de personas será Cenicienta. Las estrellas están en su lugar, bastante cercanas.

Seguí viajando. Amaneció. El cielo se hizo blanco lechoso en toda su extensión y luego resplandeció con el múltiple colorido de una máquina tragamonedas. El sol apareció repentinamente en mi espejo retrovisor como una brillante moneda expulsada por la máquina. Allá, a la derecha, un hombre y una mujer, ambos canosos, caminan por un campo de golf como si hubieran envejecido en la búsqueda de la pequeña y blanca pelota.

La carretera, a esa altura, era un ecuador social aproximado que dividía la comunidad en hemisferios oscuros y claros. En el hemisferio norte vivían los blancos poseedores y administradores de Bancos e iglesias, tiendas, almacenes y bares. En la parte de abajo, que era más chica y estaba apretada y dividida por fábricas de hielo, depósitos y lavaderos, vivían los más oscuros: mejicanos y negros que hacían la mayor parte del trabajo manual de la ciudad y su zona de influencia. La escualidez de las casas tenía, a la luz fotográfica, una especie de austera claridad o belleza, como la de las caras al sol de los viejos. Los techos se doblegaban y las paredes se inclinaban con humana resignación; y tenían voces: camorreras, murmurantes, cantarinas. Los chicos, en la tierra, jugaban a pelear.

Llegué a un lugar donde puede pasar cualquier cosa. Casi ha pasado de todo. En parte se debe al clima de champaña y en parte a la presencia de sumas excesivas de dinero. Montevista ha sido, durante casi un siglo, un balneario internacional. Marajáes destronados se codean con ganadores del Premio Nóbel y los hijos de envasadores de carne de Chicago se casan con los hijos de billonarios sudamericanos.