17.5.06

LA JUNGLA DE CEMENTO

Sunset St., LA, donde supo tener su oficina Lew Archer.

A mi me había tocado conocer y tratar a un muchacho con problemas sociales y culturales. También histéricos, Me lo describieron como una especie de Hamlet tropical, tratando de hacerle frente a una realidad contemporánea. En realidad, esta descripción a muchas de las Américas Central y del Sur. Los problemas del muchacho no eran tan sólo personales: pertenecían a su tiempo y a su lugar en el mundo. Pero su principal anhelo era la ciudad luminosa. En suma, era un pobre panameño, con todas las esperanzas, contratiempos y frustraciones de su país.

Muy cerca de allí, la pequeña localidad que rodeaba a un centro cuprífero parecía haber perdido toda su energía, absorbida por el enorme tajo que era la mina de cobre y el jadeo interminable de la fundición. El humo se extendía sobre la ciudad como una enorme e irónica bandera. Tenía un buen barrio residencial, donde la gente daba la espalda a comienzos más modestos y se enfrentaba a futuros más ambiciosos. La mayoría de las casas eran nuevas, tan nuevas que no se habían asimilado al paisaje, y muy modernas. También contaba con un gran centro comercial, nuevo, parecido a un gran patio de colegio con asfalto en vez de césped, pero donde nada podía aprenderse. Alcancé a ver un viejo Ford azul estacionado, el motor goteaba aceite, como un animal herido. Algún buen observador tendría que estudiar los cementerios de automóviles como se estudian las ruinas y vasijas de civilizaciones desaparecidas. Podrían sacar de allí alguna explicación de por qué la nuestra también está desapareciendo.

La carretera era ancha y nueva; había sido construida con el dinero de alguien, y pude olfatear el origen de ese dinero cuando descendí al valle por el otro lado. Olía a huevos podridos. Los pozos de petróleo de donde provenía el gas sulfurado poblaban las laderas de ambos lados y las torres parecían marchar como soldados de hierro a través de la desolación suburbana. Me sentí como si estuviera atravesando un país de sueños, tratando, sin lograrlo, de recordar el sueño que correspondía al paisaje.

En un rincón del valle la propiedad se había convertido en una de las bellas artes que era un fin en sí misma. No se veía gente, y tuve la extraña sensación de que las bellas casas semiocultas habían tomado posesión del cañón para sus propios fines. Al volver al auto, cerré la puerta suavemente para no provocar una avalancha de dinero. La calle principal había sido transformada por los ladrillos vítreos, los plásticos y las luces de neón; una tranquila ciudad de un valle asoleado había conocido la prosperidad repentina y no sabía qué hacer consigo misma.
Lo único que crece en el desierto gris son las torres de petróleo, un bosque abstracto cuyos árboles no dan sombras. Las bombas colocadas en sus bases nuevas mueven sus cabezas como animales mecánicos. Había una zona desierta, rodeada de casas donde estaban construyendo un camino. Las excavadoras dormían a un lado como saurios voluminosos. En ese lugar la vecindad cambiaba brusca y totalmente. Niños negros y mestizos se paraban junto a la carretera y nos miraban pasar como si fuésemos una procesión de dignatarios extranjeros. Ruinosos departamentos, cuyas ventanas daban fugaces reflejos de una depresión permanente, se entremezclaban con turbios barcitos y sangucherías. La gente que había en las calles, morenos, negros y grises de suciedad, tenía personalidades turbias y ruinosas para hacer juego con los edificios. El lugar tenía la misma desaliñada fealdad, la misma atmósfera fétida de las personas que viven desesperadamente en aprietos.

¿No es tratar con cierta injusticia a la naturaleza decir que de tanto en tanto nos juega una mala pasada y que lo único que queda es tapar el desastre de un derrame de petróleo y seguir adelante? Vi por primera vez la mancha. A corta distancia de la costa, la plataforma de una torre de perforación se levantaba de su extremo en la dirección del viento como el mango de metal de una daga que hubiera apuñalado al mundo haciéndolo derramar sangre negra. El vicepresidente de la compañía dueña de la torre había declarado al diario local que la situación estaría controlada en las próximas veinticuatro horas. Era un hombre apuesto, si se juzgaba por la fotografía publicada, pero no había forma de saber si estaba diciendo la verdad. Desde la colina sobre el puerto se podía ver la enorme mancha que se extendía como una noche prematura sobre el océano. Varias personas, en su mayoría mujeres y niñas, estaban de pie en la orilla, mirando hacia el mar. Parecía como si estuvieran esperando el fin del mundo o como si el fin hubiese llegado y no volverían a moverse ya nunca más de allí. Más allá, a cinco o seis kilómetros del muelle, había otra media docena de plataformas extractoras, cuajadas de luces como árboles navideños sin hojas. Y más al norte, como una amenazante Estatua de la Libertad de la costa oeste, una gigantesca llamarada de gas. De todas maneras, el derrame de petróleo es preferible al de sangre.

Regresé. Los lugares para estacionar, en el centro de Hollywood, son tan escasos como la virtudes teologales. Ni bien me senté en uno de los reservados vacíos del restaurante de clase media y edad mediana, yo mismo tuve la sensación de haber estado mucho tiempo en el lugar. Tenía una íntima calidad subterránea, como una cápsula de tiempo profundamente enterrada más allá del alcance del cambio y la violencia. Los mozos de chaquetas bastante blancas, jóvenes y viejos, tenían una descuidada y rápida economía de movimientos sobrevivientes de una década lamentablemente pasada.

Me puse a observar a los vagabundos de la acera a través de la vidriera. Los jóvenes aficionados al jazz, ebrios de música o marihuana, los hombres de edad mediana de la ciudad, los turistas en busca de algo que satisfaga sus fantasías, las muchachas llenas de esperanza y las desesperanzas, y los tahúres ágiles, ligeros y sin edad que hacían la ronda de Hollywood del otros lado de los vidrios. El cartel que estaba encima de la vidriera era rojo de un lado y verde del otro, de modo que la gente pasaba de la rubicunda juventud a la edad achacosa a medida que atravesaba mi sector de la vereda. El aspecto masculino Tipo Hollywood es el más difícil de describir es el más difícil de describir. Se trata de una insistente autoconciencia en la voz fuerte y amplios gestos, como si Dios hubiera firmado un contrato por un millón de dólares para tenerlos bajo su ojo. Para mejor, esa misma tarde había pasado por una oficina cuyas paredes estaban cubiertas de gigantescas fotografías. Las estrellas del estudio y publicitados acores me contemplaron desde un elevado mundo irreal donde todos eran jóvenes y enormemente alegres.

Pero a los finales felices y las naranjas más grandes, California los reserva para la exportación.